Los recuerdos. Vienen solos. Sin ser llamados. Puedes estar tan fresca, con la mente en blanco y de repente ¡zas! una nota musical, una imagen o incluso un olor, pueden llevarte a otro momento de tu vida.
Lo malo son esos recuerdos que te empeñas en enterrar. Esos que cuando vienen, duelen. Y no es que duelan porque sean malos, no. Duelen porque ya no están.
Puedo empeñarme en tirar objetos o esconderlos, en romper fotos, en dejar de escuchar canciones... pero siempre hay algo que se me escapa. Enciendes la radio y aparece una de esas canciones prohibidas que al principio hielan tu corazón y lo dejan parado para luego acelerarlo a su máxima velocidad. Pones la televisión y una de nuestras películas favoritas se materializa en la pantalla. No soy capaz de cambiar de canal antes de que mi mente vuele a otro tiempo. Abres un cajón y encuentras esa pequeña cosita que ya no recordabas que estaba ahí.
Esos recuerdos fueron momentos bonitos:cariño, complicidad, risas, abrazos, guiños a otra realidad... Algunos mucho más que bonitos, pero me gustaría poder olvidarlos. Lo malo es que no puedo arrancar algo que forma parte de mí. Y no sé convivir con ello. De momento, no. Y no sé si voy a poder.