Prometimos vernos pronto, ninguno queríamos tardar tanto como la última vez. Y mientras tanto estuvimos hablando. Y hubo un día en que te noté especialmente distante. El día en que te confirmé que íbamos a vernos ese mismo fin de semana, y tu respuesta me dejó completamente helada.
Llegó el fin de semana. Ibas con tus amigos y cuando me viste, me diste los dos besos de cortesía de todo el mundo. Hablamos, pero tú procurabas no mirarme demasiado. Y al llegar la primera noche me diste un beso que pretendía ser en la mejilla, pero que se acercó demasiado a mis labios.
Al día siguiente, pasamos la mañana juntos, con más gente, pero juntos, y de nuevo evitabas mirarme. Yo no podía apartar mis ojos de ti y entre risa y risa con los demás, yo te miraba. Si nuestros ojos se encontraban, no tardabas en apartar la vista. Y eso dolía.
Esa tarde me contaron lo que había ocurrido y entendí el motivo de que me evitaras. Así que con mucha pena, decidí hacértelo más fácil. Y dejé de buscarte. Me dediqué a pasar unos buenos días, que podían haber sido mejores contigo.
Y llegó la última noche. Me despedí de todos e intencionadamente te dejé a ti para el final. Quise que tus dos besos fueran los últimos que me llevara. Y en ese instante se rompieron todas las barreras, porque los dos besos fueron normales, pero aquel abrazo, no. En ese instante daba igual quién estuviera a nuestro alrededor, fuimos dos personas fundidas en un abrazo que se alargó en el tiempo. Y tus palabras acariciando mi oído me pillaron totalmente desprevenida: ¿por qué me pides que vuelva otra vez?